sábado, 6 de junio de 2009
Primates y humanos... ¿unidos en la salud y en la enfermedad ?
Las historias de primates se proyectaron sobre las formas de vida humana como una “naturaleza humana no marcada”; con sus argumentos organizados como “adaptaciones evolutivas”; con criterios para establecer el comportamiento social como normal o patológico; con cambios de posición del investigador y estrategias para explicarlos; con transformaciones de los significados de esas historias.
En la escuela de Washburn, los cambios de modelo no significaron diferencias de complejidad, sino que iban cambiando según qué aspectos adaptativos se buscaban. El comportamiento, la anatomía y la ecología debían estar relacionados en una historia que pudiera explicarlos: se estaba construyendo una ciencia evolutiva comparativa.
Los babuinos parecían más prometedores que los lagures porque vivían a ras de tierra y su supervivencia dependía de un grupo social estructurado; fueron alzados en modelos que determinaban significados para otras especies. Parecían servir para la discusión de la cooperación entre los machos, de las jerarquías de dominación masculina como forma social adaptativa y de la necesidad indispensable del macho en la defensa de la manada y mantenedores internos de la paz.
La manada se organizaba en torno a un núcleo de machos aliados, intensamente atractivos para las hembras y sus hijos… Bueno, ya conocemos la historia, tal como se vino dando entre nosotros por aquellos tiempos, y después también. De modo que si el dominio masculino fuera el mecanismo de organización de las manadas, sus variantes debían engendrar historias comparativas con nosotros.
Una conclusión obvia era que los grados distintos de organización social daban lugar a desarrollos distintos del mecanismo adaptativo. Y el nexo con los tratamientos psiquiátricos de los grupos sociales era claro: los desórdenes significaban una ruptura de los mecanismos adaptativos centrales; los machos estresados tendrían comportamientos inapropiados, excesivos o deficientes, a expensas de la organización e incluso de la supervivencia de la manada.
Por otro lado, el grupo social organizado era la unidad adaptativa básica, mantenía la unidad de la manada y las relaciones de dominancia masculina. Si bien se estudiaron también las relaciones entre madres y crías como las más intensas, y significaban un fuerte punto de atracción y de socialización, de alianzas temporales entre hembras, de ausencia de dominación, la actividad de madres e hijos ya no podía ser la explicación del grupo. El modelo privilegiaba la actividad masculina. El infanticidio pasó a ser producto del estrés y de adaptaciones malogradas, pero en sí mismo no explicaba nada.
Mientras la lógica de la competición reproductora era un argumento acorde a la economía y teoría capitalista, esa conexión no resultaba un argumento para señalarla como mala ciencia o ideológica. Sólo las disputas posteriores en torno al infanticidio pusieron el dedo en la llaga.
En la escuela de Washburn, los cambios de modelo no significaron diferencias de complejidad, sino que iban cambiando según qué aspectos adaptativos se buscaban. El comportamiento, la anatomía y la ecología debían estar relacionados en una historia que pudiera explicarlos: se estaba construyendo una ciencia evolutiva comparativa.
Los babuinos parecían más prometedores que los lagures porque vivían a ras de tierra y su supervivencia dependía de un grupo social estructurado; fueron alzados en modelos que determinaban significados para otras especies. Parecían servir para la discusión de la cooperación entre los machos, de las jerarquías de dominación masculina como forma social adaptativa y de la necesidad indispensable del macho en la defensa de la manada y mantenedores internos de la paz.
La manada se organizaba en torno a un núcleo de machos aliados, intensamente atractivos para las hembras y sus hijos… Bueno, ya conocemos la historia, tal como se vino dando entre nosotros por aquellos tiempos, y después también. De modo que si el dominio masculino fuera el mecanismo de organización de las manadas, sus variantes debían engendrar historias comparativas con nosotros.
Una conclusión obvia era que los grados distintos de organización social daban lugar a desarrollos distintos del mecanismo adaptativo. Y el nexo con los tratamientos psiquiátricos de los grupos sociales era claro: los desórdenes significaban una ruptura de los mecanismos adaptativos centrales; los machos estresados tendrían comportamientos inapropiados, excesivos o deficientes, a expensas de la organización e incluso de la supervivencia de la manada.
Por otro lado, el grupo social organizado era la unidad adaptativa básica, mantenía la unidad de la manada y las relaciones de dominancia masculina. Si bien se estudiaron también las relaciones entre madres y crías como las más intensas, y significaban un fuerte punto de atracción y de socialización, de alianzas temporales entre hembras, de ausencia de dominación, la actividad de madres e hijos ya no podía ser la explicación del grupo. El modelo privilegiaba la actividad masculina. El infanticidio pasó a ser producto del estrés y de adaptaciones malogradas, pero en sí mismo no explicaba nada.
Mientras la lógica de la competición reproductora era un argumento acorde a la economía y teoría capitalista, esa conexión no resultaba un argumento para señalarla como mala ciencia o ideológica. Sólo las disputas posteriores en torno al infanticidio pusieron el dedo en la llaga.
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