lunes, 4 de mayo de 2009

¿Porqué el esencialismo naturalista legitima la narrativa sexista?

La experiencia muestra que entre el estatuto epistemológico de los estudios de género y la transcripción de las experiencias de género existe una tensión inevitable que parece agudizarse en los ámbitos formativos.
De estos, quizás sea la educación formal el área que al concentrar mayores esperanzas de cambio genera más tensión, porque se enfrenta a la distancia entre logros y expectativas: puesto que se ha notado una diferencia de géneros, ahora se hace visible la desigualdad en la oferta educativa y laboral.


Diversos estudios sobre igualdad de oportunidades basados en los resultados de la educación de varones y mujeres, concluyen en que, se ponga “hincapié en la relación entre lo natural biológico y lo social cultural ” - o se intente una “pedagogía de la diferencia ”, el campo universitario apenas logra sortear el histórico principio de complementariedad genérica que secundariza a las mujeres.
Porque lo que sigue reproduciéndose impensadamente es del lado de la femineidad, su vinculación indisoluble con el cuerpo, la naturaleza y la debilidad; y de lado de la masculinidad, el dominio de la mente, del mundo simbólico y la fortaleza.

Distintos movimientos feministas, ante la evidencia de los escasos logros sociales de la mujer educada, apuntaron a nivelar estas desigualdades con distintas propuestas: una es la de la coeducación de niños y niñas en un plano de igualdad; otra es una educación diferencial que sustraiga de los espacios educativos las lógicas homologadoras para revalorizar la identidad femenina. De un extremo al otro del espectro han intentado en la teoría aliviar los efectos del paradigma bipolar, sin superar sus efectos en la coeducación de varones y mujeres, porque la convivencia de pautas culturales neutralizaría el sesgo androcéntrico del conocimiento y la devaluación de lo femenino; y en los modelos segregativos, porque la autonomía y revalorización promovería la instrucción marginal de las mujeres, pero no la integración y participación social.

En concordancia con estas propuestas, podríamos decir que tanto el feminismo de la igualdad tanto como el de la diferencia comparten una comprensión esencialista: la tesis de una femineidad primaria, que sin desearlo, sigue reproduciendo la dicotomía sexo/mente y justifica las consecuencias del sexismo, o sea de la discriminación según el sexo.
¿Qué hacer entonces...? ¿Legitimar únicamente los enfoques esencialistas y seguir promoviendo la experiencia subalterna de las mujeres? ¿ O conjugar la diferencia con la emancipación y tratar de combatirla desde una especie de "apartheit" académico?
¿Cómo manejar esa alternancia? ¿Convendrá defender cierta -cada vez más cuestionada- ‘esencia’ como base de un proceso social igualitario? Y en contrapartida: ¿porqué se afirma que para el desarrollo subjetivo y la adquisición de un rol social no es lo mismo haber nacido mujer, varón o intersexo?

No es novedosa la idea de la masculinidad y la femineidad como par de opuestos, ya que posee cierta fuerza material: la prueba estaría en las diferencias existentes. Esta idea se refuerza permanentemente porque no sólo impregna el maenstream científico, sino que ha sido el recurso histórico de los feminismos para obtener reconocimiento e imponer otro orden, haciendo visibles las ‘especificidades’ femeninas: órganos, funciones o emociones dando respuesta a cada impugnación de los otros.
Luego, la teoría de la socialización diferencial de niñas y niños -imposible de haber sido pensada antes de estos feminismos-, vino a explicar esa secreta mutación de la diferencia en desigualdad. Para esta teoría, sexo y género “... son elementos que entran a formar parte al mismo tiempo de la estructura social,... durante el proceso de aprendizaje de las prácticas discursivas mediante las cuales se crea y se mantiene la estructura social.”

Desde la salud mental o la biología es muy fácil deslizar el sesgo sexista impreso en las interacciones hacia la ´manifestación´ sintomática de anatomías diferentes. Es que la teoría y los trabajadores profesionalizados reproducen las desventajas históricas para las mujeres. Porque “... toda actitud o comprensión de sí mismo en tanto que hombre o mujer implicará el aprendizaje de las emociones más significativas para las posiciones de hombre o mujer... lo mismo ocurre con la fantasía y el deseo ... , el conocimiento del lugar que se ocupa dentro de las estructuras narrativas de la cultura, ... el emplazamiento imaginario de uno mismo dentro de esas estructuras narrativas¨, marca de algún modo la pertinencia social, la pertenencia a una cultura la o normalidad mental o biológica.


De los estudios acerca de la subjetividad, el psicoanálisis es el relato más consistente. Su modelo explicativo tiene valor prescriptivo. Sin embargo, las experiencias de género, junto a estudios que han sufrido todo tipo de excomuniones, nos dicen que la sexualidad es precaria, contradictoria y procesual, o sea históricamente implicada: ciertos acontecimientos obligan a nuevas reconfiguraciones subjetivas y la sexualidad no esta excenta.
Pero los discursos humanistas y la racionalidad positivista suponen lo contrario: una esencia única, fija y coherente, con un núcleo central (identidad) ahistórico del individuo.

¿Qué dice de esto la teoría de la socialización diferencial? Dice que el sexo se inscribe en los cuerpos mediante actividades asociadas al género que se nos adscribe (Gross, 1986; Hang, 1987); de su conjunción emanarían significados que convergen hacia el yo imaginado y que pugnan en el yo que se hace posible.
¡Es la misma conjunción donde esencialismo y construtivismo disputan el terreno en los feminismos y en otros movimientos de género!

Ocurre que la identidad de género es “... tratada en gran medida como expresión natural, apoyada por la asociación del cuerpo con lo natural ”.
Lo que ya no puede discutirse es que el cuerpo es la sede de estos significados, prescripciones y proscripciones que también hacen a la subjetividad. Pero las experiencias que relata B. Davies con cuentos feministas, las interpretaciones de los niños de preescolar sobre el género sorprenden las expectativas más disímiles.

Asombrosamente, el niño no aparece allí como receptor pasivo; esta implicado en la construcción y mantenimiento del mundo social a través del aprendizaje y las prácticas discursivas.
Davies lo ve como un teórico que observa y aprende por sí mismo cómo se organiza el mundo. Para él, los niños pequeños “poseen una extraordinaria capacidad para mantener intacto el dualismo, bien ignorando las desviaciones individuales, bien arreglándoselas para reconstruir tales desviaciones de modo que se ajustaron al sistema bipolar ”. Pero encuentra que “Una vez hechos suyos los patrones corporales, emocionales y cognitivos que constituyen la sustancia de las formas de dominación y subordinación de las relaciones entre los géneros, es difícil para los individuos imaginar cualquier otra alternativa... Por otra parte, la facticidad aparente de los dos géneros opuestos vuelve incompetentes, incluso inmorales, aquellos comportamientos, pensamientos y emociones adoptados por quienes pretenden escapar de los patrones de dominación (hombre) y subordinación (mujer). Fracasar en la empresa de lograr el género correcto es percibido como una mácula moral en el seno de la propia identidad... adopta...la forma de un imperativo moral.”

Lo interesante de ésta experiencia es que muestra cómo el juicio crítico aparece modificado no por lo que se encuentra como correlato psíquico de la experiencia, sino por un condicionante emocional: la aprobación o reprobación de los otros, que otorga validez a cierta representación fundada en que “...creemos que hay dos sexos opuestos, luego así es como tiene que ser.”
Una contraprueba interesante podría obtenerse de investigar lo mismo en niños criados en el seno de comunidades gay-lésbico-bi-transsexuales.

La teoría de la socialización diferencial, en definitiva, explica que las conexiones descriptivas entre cómo se trata a los niños y cómo se comportan funcionan "por causalidad", al suponer que se aprende y se es adiestrado de un modo ideal y diferente según se sea niño (en la percepción de su propio interés), o niña (en la ignorancia de su autopercepción).
Tal adiestramiento entonces “permite que sea posible el ser social y personal pero también limita los modos de ser disponibles...
“Como ilustración del carácter coercitivo del discurso de los adultos, los niños aprenden a desarrollar un lenguaje bien diferente para su uso particular, en ausencia de adultos”
“ ...Más aún - agrega Davies-, los niños “aprenden las formas de deseo y de poder e impotencia contenidas en y posibilitadas por las diversas prácticas discursivas mediante las cuales se ponen a sí mismos en su lugar... ”.
Por lo tanto, para Davies el lenguaje es un recurso y una constricción. Esto no es novedad.

¿Qué sucede entonces?
Que la influencia de los aspectos no enunciados de las interacciones sociales resulta en un determinismo biológico ubicuo, que incluso determina, indirectamente, lo que se ha dado en llamar el currículum oculto, es decir, selecciona contenidos y actitudes pedagógicas no planificados.
Ocurre que, como señala Davies, “gran parte del mundo de los adultos no es enseñado concientemente a los niños; no está en el contenido de sus prácticas discursivas y en las estructuras sociales y narrativas a través de las cuales el niño se constituye... los niños aprenden a lo largo de los procesos interactivos... no es un lenguaje y unas prácticas unitarios y no contradictorios... aprenden a ver y a comprender según las múltiples posiciones y formas de discurso que les son accesibles...”

Davies concluye algo que intenta salirse del atolladero del esencialismo. “Es que el lenguaje –dice-, posee dos categorías discretas que son más una simplificación conceptual que una vía adecuada para dividir a las personas... Diferencias genéticas, hormonales, genitales y sociales, aunque no estén necesariamente conectadas, cuentan con sólo dos términos del mismo conjunto... Esto es lo que sugiere una correspondencia entre comportamiento y estructura fisiológica de los sexos.

La socialización diferencial asume esa ´base biológica´ dualista para los ‘roles’ sexuales masculino y femenino, ‘vestimenta social’ de lo que se considera una diferencia ‘real’.
Pero lo que Davies muestra es que los niños pueden interpretar y semantizar las diferencias de un modo distinto y original al de las convenciones sociales. Su deconstrucción de la teoría de la socialización de los roles sexuales se desplaza hacia aspectos selectivos diferentes, y también hacia las múltiples subjetividades.
Podemos decir entonces que dada la complejidad del mundo social, la naturaleza múltiple y contradictoria de la realidad y la existencia de readaptaciones y resistencias simbólicas, es imposible demostrar el nexo entre biología y comportamiento.

El esencialismo naturalista apela a mitos que atenúan ‘empíricamente’ las acciones que encubrirán o justificarán ‘diferencias’ en el trato.
Su tono ‘realista’ da apariencia ‘objetiva’ a la cultura que funciona como determinación biológica: es sabido que en la medida en que una desigualdad aparece inmodificable, se tiende a esencializar ciertos rasgos; y cuando cierta construcción de las diferencias pierde entidad sociohistórica, estas se transforman en desigualdad.
De una paradoja como ésta parecen surgir las estrategias igualadoras que al modo de un ‘alien’ siguen generando ‘desde adentro’ desigualdad fortalecida.

Digamos que cierta ´esencia´ pone a salvo la coherencia entre teoría y práctica.
Al disociar el término más resistido de la ecuación, el factor sociocultural, el conflicto por la desigualdad desaparece y queda neutralizado como por arte de magia, mejor dicho naturalizado, el único factor subsistente de la ecuación: la diferencia.
Entonces, esa alteridad escindida del mundo simbólico, ya naturalizada, queda adscripta al cuerpo, el mismo cuerpo devaluado y entonces ligado imaginariamente a la femineidad.
Luego, ese cuerpo ´diferente´ se convierte en un recurso desesperado para legitimarse, porque es el argumento más difícil de combatir a la hora de sostener los determinantes de una posición social diferente generando fortaleza de debilidad.
En realidad, no hay garantía de que una conducta determinada derive de determinado aparato genital: a esta altura de la ciencia la proposición es francamente risible. Por eso algunos feminismos adolecen de los mismos vicios epistemológicos que el androcentrismo: el ginecocentrismo.

Por fortuna, el actual ‘estado de las cosas’ nos permite ´recordar’ las múltiples formas de reproducción presentes en el mundo natural y ‘descubrir’ en la cultura que los diferentes elementos de la masculinidad y la feminidad estan lejos de un único ordenamiento [1].
En consonancia con la observación de Davies, biólogos y científicos sociales comienzan a notar que como distribución de categorías cognitivas, las oposiciones bipolares flaquean.
Es de esperar entonces que las prácticas discursivas dejen de ‘emparejar’ arbitrariamente al mundo en pares subordinados, y que sexo y género dejen de explicar de manera binaria no sólo la estructura social, sino la subjetividad, esa hetero y autoconstrucción tan maravillosa y compleja.
En ese sentido, así como contamos con investigaciones que muestran que un aumento en la secreción de andrógenos sucede a un aumento en la agresividad, se conocen hombres que producen leche al tener que ocuparse de alimentar a un bebé.

Aunque no dejen de surgir significados del cuerpo adscriptos secundariamente a la subjetividad, como masculinos o femeninos según la capacidad reproductiva, no necesariamente estos significados se implican para la subjetividad o la posición social; pero sólo si ésto fuera así los niños tanto como los científicos dispondrían de múltiples categorías que permitirían complejizar o redefinir sus objetos de estudio.
La prueba está en que las desigualdades evidenciadas por la eliminación de ciertas barreras formales nos obligan a contar con ese precipitado de la historia que son las constricciones y significaciones sociales. Y en que al proveer el marco conceptual, los patrones emocionales gracias a los cuales los individuos asumen el género, suministran el medio con que se reconoce la legitimidad y el significado de la posición adoptada.

Para Diana Maffia, filósofa feminista abocada especialmente a estos temas, el problema es que “El desarrollo y la práctica de las nuevas formas de discurso no es, por tanto, una simple cuestión de elección: supone el enfrentamiento con las constricciones tanto subjetivas como socioestructurales.”
Es cierto que los procesos epistemológicos se combinan con las necesidades y las condiciones institucionales legitimadas, pero no surgen sólo de eso: las prácticas tienen una especificidad y un significado que las relaciona con la historia social.
Al respecto, el antropólogo Néstor García Canclini, nos recuerda que las arbitrariedades culturales (contradicciones ideológicas en la cultura de clases, intención culturi-populista, alternancia entre indignidad y desprecio de la cultura de los dominantes, que sus portavoces amplifican), pueden sobrevivir a las condiciones de su producción, generando una ambivalencia que oscila entre recuperar la cultura legada por las clases dominantes y rehabilitar las supervivencias de las culturas dominadas.

Celebremos entonces que el esencialismo naturalista esté ‘pasando de moda’. Por las grietas de lo arbitrario se filtran reclamos producto de significaciones emergentes[2] y otras relaciones de poder, generando nuevos espacios de negociación que permitan a los “débiles” legitimar sus diferencias. La coeducación y la pedagogía de la diferencia, aún imperfectos, han sido dos de ellos y respondido, obviamente, a la medida de la historia.

Analizar las prácticas discursivas de nuestra sociedad implica, entre otras cosas, revisar las categorías con las que construimos la identidad y la interpretamos, qué sentido le damos para los demás.
El sistema que reproducimos no es simplemente conceptual: es también físico, pues se va construyendo en simultáneo con el cuerpo, donde va quedando inscripto el ‘lenguaje’ que nos relacionará con los demás.
Este proceso de inscripción pasa de las ideas a la realidad: aquello que se es capaz de ser es limitado por lo que se es capaz de enunciar.

La teoría de la socialización diferencial funciona como un mito acerca de la naturaleza dual y jerárquica del sexo, remitiendo las prácticas – en este caso educativas- a la diferencia hombre o mujer en su variante devaluada.
Para mantener la tensión entre la teoría y la inscripción de las experiencias de género bien podemos argüir que el cuerpo no despliega una esencia, sino que va siendo modelado por las representaciones histórico-sociales, y está constreñido a la narrativa sexual vigente.

Davies concluye así: “Una vez hechos suyos los patrones corporales, emocionales y cognitivos que constituyen la sustancia de las formas de dominación y subordinación entre los géneros, es difícil para los individuos imaginar cualquier alternativa a esa estructura social ” [3].
Conclusión avalada cuando Bourdieu y Passeron dicen que ...“Todo poder de violencia simbólica, o sea... que logra imponer sus significaciones... como legítimas, disimulando las relaciones de fuerza en que se funda...., añade su propia fuerza ... simbólica, a esas relaciones de fuerza”... “...cuanto menos los significados ... se imponen por su propia fuerza, o sea, por la fuerza de la naturaleza biológica o de la razón lógica”, más la fuerza y la razón deberán recurrir a la coacción.

No es extraño concluir entonces que muchas veces se confronta una identidad no narrable con una ‘esencia’ original para administrar legitimidad.
Tampoco es difícil conectar con la teoría de la educación diferencial que formula Davies, esa función que por primera vez Robert Graves atribuyera a los mitos: una narración que sirve para otorgar significación a los enigmas de la vida ocultando la violencia con que un significado se impone y acentúa los modelos desviantes.
Sería deseable que la ciencia, por más mítico que sea su prestigio, no ejerza esa misma violencia.
Por eso mismo hemos de admitir que sido socializados en una forma establecida como bipolar. Pero sólo el cuerpo lleva inscripta la fuerza de esa imposición. Las significaciones que nuestras mentes pueden adscribirle son múltiples.
Si así fuera, el esencialismo naturalista dejaría de operar como determinismo biológico y sólo habrá sido una construcción argumentativa que las feministas tomaron para transformar una identidad devaluada en diferencia válida para salir de la desigualdad.

* * *
[1] Feminismo y epistemología: ¿ tiene sexo el sujeto de la ciencia? de Diana Mafia, en Rev. Feminaria, año VI, Número 10. Buenos Aires, abril 1993

[2] El movimiento GLTTTB (gay lésbico transexual transgénero travesti bisexual) por ej., está proveyendo junto con los feminismos herramientas conceptuales para salir del binarismo.

[3] B. Davies, Sapos y culebras.reproducción, Ibíd.. pág. 49

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