martes, 5 de mayo de 2009

Familia: 4- Hacia otra inteligencia de los lazos familiares

El psicoanálisis se propuso como un mecanismo de intelección del malestar individual a la vez que una interpretación de la simbología cultural. Luego, el cierre de la ley sobre lo simbólico y de lo simbólico sobre el complejo de Edipo sellaron la hegemonización del mito en la teoría psicoanalítica. Hoy en día se alzan, sobre todo desde el movimiento queer, críticas hacia esa lectura única de las familias.
Haremos un repaso desde el punto de vista del psicoanálisis intentando elucidar cuales son sus hipótesis fundamentales y cuales han sido sus excrecencias y teorías adventicias.

Si Edipo es la medida universal de las relaciones primarias y secundarias de todo ser humano, nos encontramos con el siguiente problema: que de observarse a sí mismo con una lente universal se acepta de entrada una única medida, y... ¿no tenemos así una teoría que afecta su propia inteligibilidad?
Debemos preguntarnos si las categorías llamadas identidad, identificación, así como las nociones de sexualización y sexualidad o los conceptos de familia, maternidad, paternidad y filiación que se han ido forjando junto a la teoría psicoanalítica hasta lograr un relato normativizante sobre la subjetividad y las relaciones de parentesco mantienen un sentido separado de la historia y pueden sobrevivir independientemente de las condiciones en que aparecen.

Afirma Judith Butler en su cuestionamiento al psicoanálisis, que desde el complejo de Edipo
oímos hablar una y otra vez de ‘el’ muchacho y ‘la’ muchacha, como si fueran uno, un distanciamiento táctico de localizaciones temporales y espaciales que elevan la narración al tiempo de una historia objetivada... El desarrollo infantil supone la existencia de una identificación primaria (relación de objeto) o de una represión primaria... ejemplifica la especificidad del género y unifica la identidad... Ya sea como ley lingüística y cultural que se da a conocer como principio organizativo inevitable de la diferencia sexual o como identidad forjada a través de una identificación primaria se requiere el Complejo de Edipo, los significados del género están circunscritos dentro de un marco narrativo que unifica ciertos sujetos sexuales legítimos y al mismo tiempo excluye de la inteligibilidad las identidades y discontinuidades sexuales que desafían los comienzos y fines narrativos ofrecidos...”
Entonces... ¿hasta qué punto no plantear al Complejo como el resultado final de una implantación libidinal del adulto –así lo piensa Jean Laplanche-, de un fantasma de seducción –incestuoso- en la fantasía infantil que sí, configura las relaciones paterno-filiales, lo mismo que quizás podría hacerlo otra narración?

Según Laplanche: “Si la seducción es nada más que un fantasma, no tiene ningún derecho de precedencia sobre las demás producciones de mi fantasía... Sostener la realidad de la seducción es afirmar su prioridad, su primacía respecto de otros libretos originarios.... De qué realidad se trata? La realidad psicológica es que de todas formas, soy yo quien piensa la seducción, que la seducción no puede ser otra cosa que mi manera de aprehenderla. La realidad material parece distinguirse cómodamente de lo psicológico: son los gestos verificables, sexuales....Pero... al comienzo todo el conjunto del cuerpo constituye una zona erógena potencial... ¿Qué tipo de realidad está en juego?...La solución que se propone es la presencia de un fantasma sexual en el adulto

En tal caso, el mito de Edipo confirmaría la existencia del fantasma en los adultos.
Luego, el niño asume como respuesta a sus preguntas la trama argumental impuesta culturalmente, pero bajo la forma de fantasías propias. Porque la prohibición del incesto no sólo expresa los deseos de niño, sino también en los adultos la angustia de intuir que los motivos biológicos y las leyes del parentesco son insuficientes para sustentar la maternidad, la paternidad y la filiación.
Por otra parte, es cierto y no poco interesante que la cuestión edípica es un problema central a la teoría psicoanalítica, porque está supuesto que alrededor de ella se juegan las posibilidades de establecer los límites teóricos de lo patológico. Pero... ¿realmente el único modo viable de subjetivación es la familia hegemónica?

A esta altura deberíamos pensar que una familia no sólo supone una sincronía en la que algunos personajes encajan en ciertas funciones por similitud formal con un ideal – aunque lo sostenemos muchas veces aunque las cosas no funcionen de manera acorde-.
Más allá de los nombres, un grupo requiere como familia de cierta narrativa acerca de sus relaciones en una continuidad histórica, y ésto reclama que cada uno sea tratado como alguien localizado espacio-temporalmente en una trama, o sea, como individuo particular de red de relaciones, como miembro de una genealogía.
¿Pero es realmente necesario para contar con los personajes adecuados, que cada personaje este encarnado por los sujetos que se corresponden con el mismo linaje conceptual del nombre que le da lugar en el parentesco? ¿Es necesario que en las funciones de una madre sólo pueda estar una mujer, que un hermano sólo se tenga en un varón consanguíneo colateral... y así sucesivamente?

“¿Qué red sostenible de relaciones hace posible nuestras vidas? se pregunta J. Butler en "Deshacer el género"; ¿Qué nuevas matrices de inteligibilidad convierten a nuestros amores en legítimos y reconocibles, y a nuestras pérdidas en verdaderas?”
Como queda demostrado por el relato de Edipo, la realidad de la violencia doméstica o del abandono superan lo que supone el parentesco, que tantas veces parece mucho más un sistema de nominaciones que de funciones efectivas.
Cuando pese a la genealogía se degrada el significado de los conceptos, aumenta la necesidad del argumento de conectividad histórica: la narrativa hará que aunque no estén cubiertos todos los roles las localizaciones queden preservadas.
Así madre, padre, hijo, conservan en el mito familiar su lugar, que ocupan mejor o peor.
Luego, el mito instituye su narrativa como resultante, no como fundadora de esa entidad llamada Familia. Pero una vez instaurada esa entidad, se supone necesaria cierta similitud entre nombre y concepto, más allá de quien lo porta como contenido.
¿No es ésto acaso lo que intenta reparar cada uno con la ‘novela’[1] que teje sobre sus relaciones familiares?

El concepto de familia hoy aceptado universalmente se basa en el matrimonio monogámico heterosexual con fines reproductivos, sin que hasta el momento haya cuajado una verdadera crítica de las naturalizaciones que permiten usurpar ciertos lugares más allá de los conceptos que los sustentan.
No obstante sería práctico evocar algún esquema que indique dónde estamos parados, porque desmontar ciertas redes de relaciones que se dan por comunes no siempre da lugar a saber. Las palabras mismas entran en crisis, alterando la topografía de lo enunciable mientras los límites de los territorios ya trazados se nos escabullen bajo los pies.
En el caso de las familias este problema topográfico se vuelve ontológico, porque nuestra ubicación en el espacio social implica, como hemos visto a propósito de Edipo, cierto lugar del cual partir. Pero este planteo es demasiado empírico.

Científico o mítico, el relato familiar que cada uno se construye, se inserta en un relato colectivo que lo involucra, y en el que la versión personal, intermediaria entre la íntima y la pública, tácitamente remite a otra versión que lo antecede. ¿Porqué?
Porque siempre, desde algún sistema simbólico se nos interpela; y necesitamos saber que no somos una mera presencia en un sistema que nos precede y supera, del mismo modo en que necesitamos saber que en el origen hay otros, que también nos interpelan desde su propia desnudez y soledad.

Vuelvo aquí a esa visión caleidoscópica, a las piedras y a la luz, al instante en que los guijarros capturan la mirada entregándonos brillantes figuras que trasmutan en coloración y calidad, y revelan los múltiples haces en que se reparte la luminosidad. Una familia podría ser esa constelación en la que unas interpelaciones responden a otras... quiero decir... siempre que se presenta el enigma de quiénes somos, aparece el de qué representamos para los otros. Dos preguntas casi como dos respuestas que coinciden simultáneamente en el mismo lugar: ¿quiénes somos o son nuestros otros, qué tipo de ‘familiaridad’ nos une a ellos?

Al menos transitoriamente, somos aquellos ante quienes para responder debemos respondernos mientras nos vemos como ellos nos ven.
Entonces, desde la enigmática luz de las palabras, somos como las piedras de ese caleidoscopio: un guijarro tosco sin cuya opacidad los nombres serían una luz difusa que se pierde en la distancia, apenas una convención difusa, imprecisa, demasiado general.
Y no se trata de que un sistema simbólico nos deslice disimuladamente una limosna – o una lisonja- bajo un apelativo y nos emplace como si nuestra individualidad, enlazada ‘en el aire’ por los reflejos de un patronímico, fuese la configuración de un ‘todo’ intangible e impersonal: es tan imposible que una individualidad sea la resultante simbólica de un todo social, como que de la copulación [2] entre mujer y varón surja la palabra familia... o padre.

Lo que resulta de estas interpelaciones multiplicadas en el espejo de nuestros vínculos, como en el caleidoscopio, no es una recapitulación de lo conocido. No somos nombres que responden unívocamente a unos conceptos –madre, hermano, hija-. Surgimos de una mutua alquimia, como seres singulares, diferentes del carácter estereotipado de lo ajeno.
Comparto entonces con cualquier otro, ahora, apenas, esa negatividad remota y familiar al mismo tiempo, que ‘me quema los papeles’ a la hora de tener que actuar –por ejemplo- como hija, aunque así se me llame; que no me reduce al tipo ‘medio’ ni a una más en la jungla de parientes ‘listos para llevar’.

El lenguaje de la institución no abarca mis relaciones, no nos abarca en lo particular de nuestros vínculos.


Por eso el nombre que me sitúa frente a los otros no alcanza a emplazarme sólidamente; no alcanza por ejemplo para que un hijo sea acogido como sucesor y heredero privilegiado en una cadena de intercambio transgeneracional. Pero además, en algún sitio no dogmático debe existir tan siquiera una conciencia implícita de que somos más que la continuidad de la especie, más que ocupantes en una genealogía, y que nombrarnos de algún modo inclusivo no basta para incluirnos.

En algún lugar debe existir una conciencia de que somos irrepetibles y como tales tenemos ya nuestro lugar asignado por nuestro parentesco con la humanidad, en la que para situarnos con los otros necesitamos traspasar las palabras, que nos definen a duras penas y transitoriamente, débilmente, pero nos iluminan cuando las empujamos hacia el límite de su inteligibilidad.

* * *
[1] ‘Novela familiar’ es la expresión con la Freud designó fantasías mediante las que el sujeto modifica imaginariamente sus lazos con sus padres.

[2] En gramática, la cópula se refiere a una conjunción coordinante copulativa, que enlaza o suma elementos sin añadir connotaciones especiales. La palabra copular también se utiliza como sinónimo de unión sexual de macho y hembra.

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