domingo, 3 de mayo de 2009

Cerebro, cultura y mente: una trilogía interactiva

Los intentos para entender al hombre en su complejidad suelen seguir una lógica ”estratigráfica” que aspira a encontrar, entre las abigarradas formas de la vida humana, patrones de organización estructurales, funcionales, individuales y sociales. Esta lógica supone que al quitar las organizaciones colectivas, hallaremos debajo los factores psicológicos que requieren de ellas y las posibilitan. Luego, al quitar los factores psicológicos, encontraremos los fundamentos biológicos -anatómicos, fisiológicos, neurológicos- , algo así como la piedra fundamental del edificio social. Para esta forma de representar la complejidad de nuestra vida, el humano sería un animal jerárquicamente estratificado, un depósito evolutivo en el que cada nivel tendría asegurado su lugar en un orden indiscutible.
La antropología ha contribuído bastante a ello, pero actualmente deconstruye estos presupuestos.

La Psiconeuroinmunoendocrinología (PNIE) por ejemplo, es una especialidad médica que reúne e intenta integrar los conocimientos de varias disciplinas médicas sobre el funcionamiento psíquico. Bajo el nombre genérico de Neurociencias se aspira a integrar todos los conocimientos sobre el cerebro según el hecho de que quien padece alteraciones psíquicas es un ser biológico. El problema es que los diversos sistemas orgánicos y la mente no se superponen exactamente, y la solución de reunir distintos campos del conocimiento médico, psicológico y social sólo es parcialmente explicativa. De las brechas que señalan la vieja división entre cuerpo y "alma" no hay aún sutura, sino nuevas e insalvables y prometedoras brechas. Porque la concepción epistemológica que las funda es que cualquier expresión de la conducta humana tendrá su correlato objetivable.

A tal efecto, el concepto de ¨mental¨ siempre fue ambiguo y preventivo: mientras atiende a fenómenos que para las doctrinas de lo orgánico no son objetivables, como la empatía, la comprensión, la fantasía, la imaginación, la creatividad, el pensamiento reflexivo, la emoción, la intuición…, lo mental aparece ligado a posibles defectos de comprensión tanto como a repararlos. Las palabras "Salud" y "Mental", si bien aluden a conceptos bastantes difusos, reconocen una dimensión de la experiencia humana que lo físico o lo material no abarcan. Porque esas cosas que más nos pertenecen, sueños, afectos, valores, etc., son entidades tan intangibles como aquella destinada a producirlos: "la mente". La intención abarcativa del término ¨Salud Mental¨ atenúa el gesto objetivizante de "la ciencia": representa un ideal que resiste esas lógicas jerárquicas de la estratificación, destinadas a simplificar y aplanar nuestra multidimensional complejidad en un objeto abarcable.

¿Porqué esta lógica de la estratificación humana de la que hablábamos no puede sostenerse como fundamento de la mente? Existen dos concepciones evolutivas de la mente que marcaron el rumbo de los estudios médicos y psicológicos finiseculares, pero que ahora podemos considerar dudosas.

La primera es que los procesos mentales que Freud llamó “primarios” (sustitución, inversión, condensación) fueron filogenéticamente anteriores a los “secundarios” (razonamiento dirigido y lógico). Esta tesis identificaba diferencias culturales con distintos modos de pensamiento, de manera que los pueblos tribales representaban las formas primitivas de humanidad.
Pero tal postulado entra en contradicción con la doctrina de la unidad psíquica de la humanidad, que niega diferencias esenciales en el proceso de pensamiento entre humanos de distintas culturas y que hoy nadie se atrevería a cuestionar, porque en ese sentido los testimonios etnográficos y psicológicos son abrumadores.

La segunda concepción es que la mente se perfeccionó corrigiendo errores y produjo así cultura. O sea que la mente, en su forma moderna según esta concepción evolutiva, es un requisito previo para la adquisición de cultura. Tal teoría podría expresarse así: "la cultura es producto de unas mentes emanadas de cerebros muy bien conformados". Esto es acorde a la doctrina de la unidad psíquica pero entra en coalición con la teoría del punto crítico de aparición de la cultura, según la cual hubo un momento en la irrecuperable historia de la hominización, en que tuvo lugar una portentosa alteración orgánica: la corteza cerebral creció y el primate adquirió capacidades que no tenían sus padres para comunicarse, aprender y enseñar. Su ecuación sería algo así como "a cerebros más grandes, mentes mejores y más cultura". Según esta concepción, la cultura, una vez aparecida, siguió su propio curso independientemente de la evolución ulterior del humano. De modo que la capacidad humana de producir cultura se tomó como un cambio cuantitativo y marginal que determinó una diferencia cualitativa, radical: digamos que el primate se hizo homínido y que hay un punto donde es imposible seguir la cadena histórica de tal acontecimiento.

Estas dos teorías evolutivas tratan de dirimir de algún modo ese dilema que todos tenemos más de una vez: ser el hombre o la bestia. Pero la física antropológica no dice lo mismo: los fósiles de australopitecos del Sur de Africa y de otras partes muestran un mosaico de caracteres, algunos primitivos y otros avanzados. La pelvis y la forma de las piernas son muy parecidas a las del hombre moderno, adecuadas a la bipedestación, y el cerebro es semejante al del mono, muy pequeño. Para Howells por ejemplo, la conclusión es que las diferencias entre los primeros homínidos y el hombre actual son apenas de adaptaciones secundarias: un cerebro paulatinamente más grande. Aunque estos homínidos más o menos erectos fueran capaces de liberar sus manos de la función locomotora, fabricar herramientas y cazar animales pequeños. Claro que es improbable que con sus 500 centímetros cúbicos de cerebro hayan alcanzado el desarrollo cultural de los aborígenes australianos o tuvieran un lenguaje desarrollado en el sentido moderno.

En realidad, dado que el cerebro del homo sapiens es tres veces mayor que el de los australopitecus, podemos afirmar que la expansión cortical humana siguió, no precedió, al comienzo de la cultura. Y podemos suponer también que la cultura no apareció de una forma repentina; que la evolución mental y la acumulación cultural no son dos procesos separados, aunque esta teoría no niega la relación entre realización cultural y capacidad mental innata, a menos que... empecemos a considerar la aparición de la cultura como un lento y continuo proceso.

Clifford Geertz, uno de los antropólogos más innovadores, prolíficos y reconocidos actualmente, propuso extender la filogenia en una escala temporal que haga posible un análisis más pausado y sutil del crecimiento evolutivo de la mente. Podemos pensar que hubo inventos, ciertos utensilios por ejemplo, que permitieron una posición más erecta, una dentición más reducida, una mano más dominada por el pulgar, y una expansión cerebral progresiva hasta sus actuales dimensiones. Apoyándose en estudios de antropología y psicología previos, él planteó que las herramientas promovieron la destreza manual y la previsión, junto a un desplazamiento en la selección natural que favoreció el rápido crecimiento cerebral. Tanto como los progresos en la organización social posiblemente favorecieron la comunicación y la regulación moral.

La tesis de Geertz, en realidad, apela a una intrincada superposición de cambios culturales y biológicos. Y no a cambios cerebrales meramente cuantitativos: las alteraciones producidas en las interconexiones neuronales pueden haber tenido mayor importancia que el incremento de su número. Si el ambiente cultural se fuera complementando cada vez más el ambiente natural en el proceso de selección, se habría acelerado el ritmo de la evolución de los homínides. De ese modo los hallazgos arqueológicos que parecerían indicar saltos evolutivos responderían a una evolución contínua. En el período glacial no sólo se borraron las prominencias orbitarias y se redujeron las mandíbulas, sino que junto al sistema nervioso encefálico apareció una organización social basada en el tabú del incesto y en su capacidad para crear y usar símbolos.

Ahora... ¿ qué importancia tiene para nosotros todo esto? Para Geertz, que esta tratando de encontrar el motivo de la paradojal relación entre la teoría del punto crítico en la aparición de la cultura y la doctrina de la unidad psíquica, los rasgos esenciales de la humanidad tal como la conocemos, surgieron de una compleja interacción recíproca, no en una serie contínua (evolutiva). Esto sugiere que el sistema nervioso del hombre no lo capacita para adquirir cultura, sino que le exige que la adquiera para ser una criatura viable. Para nosotros, criaturas gozosas y sufrientes, representa un potencial transformador tan grande como la cantidad y variedad de conexiones que podamos establecer con todo lo que hay en el ambiente.

Los límites de nuestra mente y de nuestras posibilidades llegan tan lejos como lo que seamos capaces de imaginar porque la red de relaciones en la que nos sostenemos puede ser mucho más amplia e ilimitada que nosotros mismos. Así la cultura, lejos de complementar, desarrollar y extender facultades orgánicas lógica y genéticamente anteriores a ella, es un factor constitutivo de nuestras capacidades instrumentales y de nuestro modo de ser y de vivir.
Un humano sin cultura no sería un mono sin talentos, sino una especie de monstruo sin alma, un ser inviable. Y el cerebro del homo sapiens, habiéndose constituido gracias a la cultura, tampoco sería viable sin su estímulo. Ese tipo de relación recíproca y creativa entre fenómenos somáticos y extrasomáticos, parece haber sido decisiva en el desarrollo de los primates infrahomínidos, pero sigue siendo decisiva cada día en nuestras vidas. Mas aún, los primates son criaturas absolutamente sociales e incapaces de alcanzar su madurez emocional en el aislamiento. Adquieren sus más importantes facultades de actuación por aprendizaje imitativo: desarrollan así tradiciones sociales colectivas, diversas y variables, que son transmitidas de generación en generación a través de una herencia no biológica.

Entonces, pese a que cierta acumulación cuantitativa de logros no tenga la fuerza necesaria para hacer de todos nosotros seres iguales en oportunidades, productos y desarrollo, la tesis sigue en pie: se apoya en que la diferenciación filogenética producida en la línea de los homínidos cesó con la difusión del homo sapiens, al terminar el pleistoceno, de modo que todos los pueblos vivos forman parte de una sola especie politípica y varían anatómica y fenotípicamente sólo dentro de un margen muy restringido.

Por eso, para mantener la generalización empírica en lo que se refiere a la capacidad innata de aprender, conservar, transmitir y transformar la cultura, el cerebro y la mente de los diferentes grupos de homo sapiens, resulta innecesario un esquema discontínuo en la aparición de la cultura, o un papel no selectivo de la cultura durante todas las fases del desarrollo. Las conclusiones que pueden extraerse son optimistas. Nada de lo que conocemos hoy como sujeto humano estuvo dado: la conciencia que tenemos hoy de nuestra humanidad no pudo haber estado presente antes de la modernidad.

Todos los grupos humanos y sus individuos, no importa cual sea la cultura o subcultura en que se encuentren, son igualmente competentes pese a sus diferencias, puesto que cerebro, cultura y mente forman una trilogía inseparable: las diferencias son producto de la historia.
Los otros son mis semejantes, no importa su condición: somos todos interdependientes y necesarios. Esa capacidad humana performativa, que hace de los determinantes sociales una herencia no biológica, o no genética pero igualmente transmisible, se expresa más allá de lo que podemos controlar y concebir: las acciones dirigidas al cambio y la calidad de vida individual tienen gran repercución social, porque cada criatura humana representa un capital singular disponible para todos. Por otro lado, lo llamado inhumano no puede ser excluido por abyecto: debe ser pensado como parte de lo humano e incluido.

Una herencia incalculable e intangible nos llega desde millones de años y se reparte entre todos sin mezquindad: la cultura se difunde aún por los resquicios más inesperados,como un líquido; los genes barajan y dan de nuevo las cartas cada vez que se combinan dos células para formar un nuevo ser.
Esto sólo debería bastar para hacer de nosotros seres reflexivos, desatados de lo tangible, entidades mediáticas y mediatizadas, transindividuales, mentales y superculturales. Pensada así, esa valiosa y ancestral carga que nos humaniza no será dilapidada en nombre de la pureza, de la raza, de la superioridad, de la seguridad o de la razón.

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